Los que no caen bajo la rueda de la fatalidad pueden sonreír, en especial quienes se salvan de una idiotez sin saberlo. Lo veo así al recordar cierta locura de infancia compartida con otros carajetes de mi barrio.
Antes, en la construcción de carreteras, se empleaban ciertos artefactos que parecían monstruos traqueteando sobre el asfalto. Tal vez el lector recuerde las aplanadoras o apisonadoras de suelo con tres ruedas. Adelante giraba un cilindro ancho y bajo. Las ruedas de atrás eran altas, angostas, pero con suficiente espacio para caminar en el interior, junto a los radios, con el eje casi a la altura de los ojos… ¡mientras el bicho rodaba! Así hacíamos, esperando no dar un paso en falso. Si estamos vivos, se lo debemos a la diosa fortuna.
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A un estudiante de décimo año, en algún colegio costarricense, le indicaron que dibujara al monstruo de Frankenstein. Sin hacerse rogar, el muchacho dibujó un espejo.
Que nos sirva la advertencia.
El perro de Juan entró a la casa con un bulto entre los dientes. Sorpresa: era la gata de la vecina. Estaba muerta, con tierra en el cuerpo.
Juan se apresuró a lavarla, a ponerle buena cara, corrió con ella hasta la casa de al lado y la dejó ahí, a la entrada. Respiró. Nadie lo había visto.
Unos días más tarde, en el supermercado, la vecina le comentó:
«Vieras qué extraño. Se me murió la gata, la enterré, pero un día después la encontré frente a la puerta de mi casa en una caja de cartón».
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Mi colega Amalia Chaverri, antes de inaugurar una exposición sobre Max Jiménez, se alarmó porque en el letrero principal, que ya estaba impreso, faltaba una coma. Por suerte el drama no llegó a más, porque un bolígrafo vino presto en su ayuda.
Poco después, María Lourdes Cortés escribió una nota muy fina sobre esta pequeña calamidad de las letras.
Recuerdo otra anécdota. El escritor Azorín se levantó varias veces por la noche a quitar y poner una coma de la cual no estaba convencido.
En suma, la bendita coma española puede desatar angustias y provocar desvelos.
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Estacioné cerca de la esquina. Un hombre se ofreció a cuidar el vehículo. Nada anormal. Al regreso le di la propina. Entonces apareció otro a cobrarme. Le dije que ya había cancelado el servicio. «Ese no está autorizado a cuidar; solo los que llevamos chaleco», dijo, agresivo, y se agarró la solapa para afirmarse en su queja.
No le pregunté quién lo había autorizado a él.
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Ocurrió cierto domingo sobre Alajuela, después de un partido de futbol entre Costa Rica y México, hace décadas, cuando era pequeño y candidato a la infame ritalina que por suerte aún no existía.
Por mera fascinación y porque no tenía nada interesante entre manos, miraba hacia arriba, siguiendo el vuelo de un avión de dos motores. De pronto, nadie sabe por qué, se le cruzó una avioneta pequeña desde abajo, la cual, tras perder la aleta y dejar un pequeño desperdicio de material, cayó girando con movimientos de tirabuzón.
No recuerdo qué pensé, si sentí piedad, pero me sorprendió ver el avión tambalearse y seguir su curso. Sin esperar un segundo, cogí la bicicleta y rodé hacia Montecillos. Al llegar, la calle estaba atascada de carros, el lugar lleno de mirones, y ya sacaban dos cadáveres sobre unas mantas. Cómo llegó tanta gente, tan rápido, no lo sé. Es inexplicable.
Pero aun más inexplicable es por qué chocaron dos aviones en la infinitud del cielo.
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Cuando se lastimó mientras jugaba con mi hija (las dos estaban pequeñas), una niña muy sabia, en vez de llorar, me dijo:
«Tóqueme aquí para que vea cómo me duele».
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Hoy por la mañana, una pareja rodaba en moto entre los automóviles, calle abajo. La señora cargaba no sé que bultos y un perrito poodle, al que el viento le agitaba el pelo. Vi al hombre soltar la manivela y gesticular con las dos manos.
Tal vez le contaba a su compañera y a la mascota que, en lo que va del año, las estadísticas de accidentes crecen con más de un motociclista muerto al día. Tal vez pensó: «qué tontos son esos».
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Leído por ahí (solo corregí la redacción):
«Ligamos, dominamos a su pareja para que se vuela loca y llore y grite por usted, que no tenga paz al comer o dormir. Que esta misma noche llegue a su casa pidiendo perdón.
»Apodérese de quien quiere en horas y de por vida. Pare de sufrir eliminando todo mal y brujerías. Si grande es su problema, mayor es mi poder. Pactos para la suerte y la lotería. Trabajo a larga distancia. Donación voluntaria al ver resultados».
Ya lo saben, querido lectores.
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Durante mis tiempos de estudiante en Maguncia tenía un compañero no muy proclive a ciertos hábitos y, al parecer, bastante perezoso para mantener ordenada la habitación en la residencia universitaria donde vivía. Una vez que lo visité, junto con otro amigo común, acababa de freír un puñado de cuscús en la sartén llena de aceite. Después de comer (¡con los dedos!), apañó un trapo ya bien lesionado para limpiarse, abrió el ropero y entre las camisas y los calzoncillos guardó la sartén todavía tibia y con los restos de la cena.
«¿Por qué hacés eso?», le pregunté.
«Para que no me reclame la señora de la limpieza si dejo la sartén en la mesa», contestó.
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Enigma del amanecer
El domingo, hacia las 6 de la mañana, tomé un taxi rojo para reunirme con un grupo de amigos caminantes y viajar en buseta hacia las montañas. De pronto el taxista (viejo y venerable) se detuvo (sin consultarme) para que subiera cierta joven dama. Distraído en mis pensamientos, bien sentado con los bártulos de montañista en el asiento de atrás, me pasó por la cabeza que era amiga o pariente del chofer. Pero no: lo advertí cuando le prohibió fumar. Una vez. Dos veces. La chica empezó a refunfuñar alegando no sé qué que no entendí. Una vez llegados a la meta, bajó sin más contratiempos.
Recordé a Kant: ¿quién era esa joven dama?, ¿de dónde venía?, ¿hacia dónde iba?, ¿qué quería decir con su voz entorpecida?
Dejo aquí el enigma, no sin cierta sensación de malestar y piedad.
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En la Edad Media, la pequeña república de Dubrovnik, fue siempre muy sagaz, como deben ser los países pequeños. Si quería sobrevivir a la lucha de las potencias mediterráneas en la costa dálmata, con los Balcanes y los otomanos a sus espaldas, debía equilibrar su posición con habilidades diplomáticas.
No sin cierto brillo en la mirada, se habla de un truco con el cual los dirigentes de Dubrovnik se jugaron muy bien la independencia. Un recurso fue convertir en patrono a San Blas, que provenía de Armenia, por entonces parte del Imperio otomano, y ponerlo a guardar la puerta occidental, por la cual entraban los socios comerciales europeos. En la puerta oriental, que usaban los comerciantes turcos, no vigilaba San Blas: solo estaban la muralla con vista al puerto, la hermosa dársena de aguas tranquilas y orgullosas y la montaña protectora al fondo.
¿Hipocresía o diplomacia? A veces no hay diferencia. Se trata solo de talento para sobrevivir y vivir.
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Mi amigo Benoît Patar, filósofo belga, erudito en el siglo XIII y traductor comentarista de varios libros de Buridán, cocinero sutil y, como buen belga, amante de la cerveza artesanal de abadía, me contó que conoce a un productor de sidra cerca de Montreal que hace milagros y que lo invitó a probar uno de ellos. A fuerza de paciencia sin límite, ha resguardado sidra en barriles por medio siglo. El resultado es el brandy más exquisito del mundo. Este brandy equivale al Calvados francés. Pero no nos compliquemos: con nombre o sin nombre de marca, el gusto supremo no se lo quita nadie; y Benoît, que ha vencido siempre al demonio, se dejó poseer por el líquido ardiente.
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El pequeño televisor chillaba, a todo volumen. Transmitía el partido final del campeonato.
Al taxista no le importaba conducir por las calles lluviosas mientras miraba la pantalla, bien puesta a la derecha del volante.
Cuando me escuchó protestar, me dijo, seguro de sí mismo: «un taxista hace lo que quiere».
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En Estados Unidos, un pastor latino se lamenta de que no hubiera más víctimas en la masacre de Orlando, según informa la CNN.
Este angelito podría mudarse al estado islámico. Las diferencias se diluyen.
En realidad existen coyunturas en las cuales los malvados no se camuflan: lo son al desnudo, amparados en una ideología o en un dios al que secuestran.