El gusano entre la humanidad y el superhombre
Como decía Nietzsche, el hombre se halla entre dos extremos: el gusano y el superhombre. Superhombres no hay muchos, en realidad nadie ha visto ninguno. Hombres y mujeres abundan. Y gusanos hay tantos que se pasan la vida molestando a los que están más cerca, es decir, a los míseros humanos. Entre los gusanos, la dermatobia hominis, especie única, es uno de tantos bichos que los ciudadanos comunes y corrientes llamamos tórsalos.
Los conocí cuando pequeño.
A principio fue un misterio cómo la mosca se abrió espacio para depositar los huevos en mis omoplatos y entre las costillas, a pesar de que siempre me ponía la ropa bien planchada. Tal vez ocurrió una de esas tardes en que fui a la poza del Botecito y a una mosca se le antojó desovar encima mío, con el encargo de que yo hospedase a los tórsalos bebés. Ese día cayó en suerte que se conocieran cuerpo a cuerpo aquel representante imberbe de la humanidad que era yo y la especie única de los cuterebrinae.
Lo peor vino cuando los ocho inquilinos tuvieron hambre: comían al mismo tiempo con buen diente y se apañaban mi por entonces escasa carne a mordiscos. El dolor no se ha ido. Ni pude llamar al superhombre en mi auxilio.
Hoy me conmueve la sabiduría de un santo oriental que, según las leyendas, nutría larvas en su propia carne. Ante esa virtud, prefiero la maldad de negarles el desayuno a los gusanos, al menos sobre mis espaldas.
Como ven, no me hubiera servido de consuelo la teoría nietzscheana.
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En el jardín de mi casa, en algún lugar de Montes de Oca que no hace mucho fue bucólico, hallé animales casi olvidados. Entre ellos me sorprendió una tarde un cangrejo negro, de los que vivían en las acequias. También me saltó a la vista una ranita verde claro acurrucada en la hoja más grande del naranjo agrio; hallé zorros pelones en el cielo raso e incluso lagartijas de piel de musgo y escamosa.
No he vuelto a ver zorros, lagartijas, cangrejos negros ni ranitas en mi patio, ni me ha saluda ya el canto de los gallos, pero asistí a un drama.
Un día acerté a observar el combate entre una serpiente y un zanate acompañado en la retaguardia por dos compinches suyos, mientras rugía al lado la cortadora de zacate. Al final, el ave negra saltó y, apretando al reptil por la cabeza, voló con ella hasta la cumbrera de la casa. Los dos zanates volaron como guardaespaldas y el motor seguía gritando.
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«Hacerse el zorro» es una metáfora ingeniosa. Significa “hacerse el muerto». Una tarde logré ver al zorro del cuento en acción, demostrando su falsa muerte, como si comprobara el teorema de Pitágoras.
Una perra, cinco veces más grande que el zorro, lo sorprendió en el jardín mientras cruzaba de un lado a otro y, por supuesto, corrió tras él con la cola rígida. Al sentirla aproximarse, el zorro se hizo el muerto con el fin de engañarla y salvar el pellejo que, por cierto, entre los individuos de esta raza no suele abundar en pelambre. Cuando la perra perdió interés y se fue, el farsante resucitó de su muerte redentora, corrió hacia el muro, agarró la hiedra y se hizo… zorro de tapia.
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¿Quien se queja de los jogotos?, esas larvas que llegan a ser abejones de mayo y se jactan de responder al bello nombre de phyllophaga?
Antes de que se los cenen los zanates, los jogotos se desayunan las raíces de las plantas, pero la vida les da tiempo de oxigenar el suelo y reciclar materia orgánica. Ayudando al ecosistema, son malos y buenos, como muchos ciudadanos del reino, incluidos los antipáticos primos del cuervo que llaman zanates.
(Comentario a un comentario de un buen amigo, Ronulfo Jiménez, al quien mucho le simpatizan los jogotos).
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No tengo complejos de belleza.
Desde hace 36 años soy parte de la familia. Si me llaman, levanto la cabeza y la muevo feliz: arriba, abajo, arriba, abajo, y me alegra cuando mi dueño, Felipe Fernández, me llama Rodrigo. Disfruto la vida. Me gusta reposar en la sala. He crecido dos palmos comiendo pollos y banano. Soy tortuga.
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De nada le sirvió a la mariposa de alas blancas sobrevivir a un enemigo pequeño. Así fue. Primero un come maíz quiso engullírsela. La vi resistir y liberarse, dichosa. Ocurrió ante mis ojos. El come maíz es pequeño, le dobla el tamaño al colibrí que también ronda por el jardín.
Pero no sobrevivió, porque un pecho amarillo cuatro veces más grande que el colibrí bajó en picada y le torció el destino que se había ganado a duras penas.
«Seguro tenía buen sabor», diría el colibrí si pudiera hablar, imaginándose una flor voladora.
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¿Recuerdan los grandes abejones color terracota y alas negras que vuelan a ras de suelo? Dicen que comen arañas. Es cierto, al menos uno de ellos lo hace, pues lo pillé una vez atacando a una araña más grande que él. Al final del banquete estaba sin apetito.
También lo vi otra vez, pero ya él no era el invitado a comer, sino el almuerzo de otro bicho. Este drama fue rápido. En el primer acto, un zanate (ese primo del cuervo) merodea por el follaje de una planta. En el segundo acto, el abejón sale de entre las hojas y el ave vuela detrás, anticipándose el festín.
¿Moraleja? Mejor no.
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Cuando era pequeño, al actor Miguel Callaci le regalaron un pollito. Mientras él seguía siendo pequeño —como era de esperar—, el pollito se hizo gallo y lo acompañaba el día entero. Incluso lo seguía fuera de la casa, adonde Miguel quisiera ir. Si tenía hambre, le avisaba con suaves picotazos. También ponía en apuros a su madre cuando se les subía en los regazos a las visitas. Pero eso no era todo. Por orden materna el ave tenía que quedarse encerrada si llegaba cierta señora a la cual no le gustaban los gallos, mientras que a Miguel no le gustaba la señora: no había nada más desagradable que los besos que le zampaba. Durante la última visita a su casa, Miguel soltó el gallo, para corresponderle las babas en el cachete, y lo primero que se le ocurrió al animal fue correr y saltar sobre las rodillas de la señora, la que empezó a chillar. Los gritos espantaron a los vecinos.
Unos días después hubo un buen caldo en la casa de Miguel. Según le dijo su madre, había cambiado el gallo por tres pollos.
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En el jardín de mi casa, en algún lugar de Montes de Oca que no hace mucho fue bucólico, hallé animales casi olvidados. Entre ellos me sorprendió una tarde un cangrejo negro, de los que vivían en las acequias. También me saltó a la vista una ranita verde claro acurrucada en la hoja más grande del naranjo agrio; hallé zorros pelones en el cielo raso e incluso lagartijas de piel de musgo y escamosa.
No he vuelto a ver zorros, lagartijas, cangrejos negros ni ranitas en mi patio, ni me ha saluda ya el canto de los gallos, pero asistí a un drama.
Un día acerté a observar el combate entre una serpiente y un zanate acompañado en la retaguardia por dos compinches suyos, mientras rugía al lado la cortadora de zacate. Al final, el ave negra saltó y, apretando al reptil por la cabeza, voló con ella hasta la cumbrera de la casa. Los dos zanates volaron como guardaespaldas y el motor seguía gritando.
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Que las serpientes no necesitan invitación, lo sabe todo el mundo, en especial mis amigos Fernanda y Rodolfo.
Cierto día se encontraron un hermoso, robusto y perezoso huésped en el corredor, como si nada, solo porque le dio la gana arrollarse ahí. Por supuesto, no se había arrinconado junto a la pared, ni en una esquina. Las visitas no se echan en cualquier parte, aunque nadie las invite, pues saben darse su lugar, y el lugar fueron dos sillas con almohadones cuya blandura les encanta a las serpientes.
Puesto que los anfitriones no quisieron ser descorteces con ella, la dejaron tomar el sol de la tarde.
Al día siguiente ella misma se invitó otra vez y, después de acomodarse en un sillón y pasar unas horas, desapareció.
Nunca más volvió ni dio las gracias. Pero esta descortesía, más que molestar, dejó a todos contentos. También a la vecina Amalia.